viernes, 13 de diciembre de 2013

El Brigadoon del Bajo Martín


Cuando mi familia y yo llegamos por primera vez a Urrea llegamos enamorados de la ilusión de encontrar un lugar al cual escapar cuando la rutina del día a día nos reclamara a gritos espacios abiertos, aire cargado de oxígeno, relojes que no fueran cronómetros sino sólo el reflejo del tranquilo paso del tiempo y ritmos relajados que nos permitieran el disfrute de la vida tranquila en familia.

Nuestra ilusión se convirtió en realidad con la compra de la casica y nuestro enamoramiento se amplió al lugar que tan bien nos acogió.

Hace unos días leía una entrevista a una terapeuta chilena afincada en Chiloé en la que afirmaba que cuando te enamoras de un lugar, ese lugar siempre te está esperando y siempre permanece.

En los períodos de tiempo en los que no podemos viajar a Urrea nos reconforta pensar que Urrea siempre está allí esperando nuestra próxima visita como si el tiempo dejara de existir hasta nuestra llegada y con este pensamiento me viene a la memoria una antigua película de Gene Kelly, Brigadoon.
Brigadoon es una vieja película musical en la que dos turistas norteamericanos que se hallan de cacería por tierras escocesas, se pierden en un bosque, y allí descubren, accidentalmente, un pequeño pueblecito: Brigadoon. Debido a un poderoso encantamiento que protege a la aldea del mundo exterior, Brigadoon duerme en el tiempo, sumergida por una extraña niebla que la protege de las miradas del mundo exterior, y sólo emerge un día cada cien años, despertando entonces sus habitantes de su éxtasis temporal y volviendo a la vida, pero únicamente durante un día, para volver luego a dormir 100 años más.

Llegar a Urrea es para nosotros lo que Brigadoon es para los dos turistas americanos. Llegar a un pequeño paraíso reservado para aquellos que saben seguir caminando más allá de la niebla.

Este último fin de semana la niebla ha vuelto a aparecer en Urrea anunciando los días fríos de invierno y desde el mirador de la Muela mirando hacia los campos me embargó la sensación que recoge este escrito, de encontrarme en nuestro Brigadoon particular, en nuestro pequeño paraíso que siempre nos espera más allá de la niebla hasta nuestra próxima visita.


jueves, 26 de septiembre de 2013

El valor de una casa



En nuestra última visita a Urrea algunos de nuestros vecinos más mayores nos trasladaban, con tristeza en los ojos, su preocupación por si llega el momento en que, por problemas de salud,  tienen que dejar sus casas para ir a vivir con sus hijos, con otros familiares o a una residencia de ancianos.
Les preocupa su salud obviamente pero la tristeza de sus ojos la provoca también los sentimientos que afloran al pensar en abandonar su casa. Pierden su independencia, su autonomía, pero pierden muchas cosas más. Pierden el poder convivir con el recuerdo de los momentos compartidos, de las risas y lágrimas que todavía resuenan entre esas paredes que los han visto crecer como personas y como familias, esas paredes que no son sólo una casa, son su hogar.
Las casas de los pueblos tienen una identidad propia. Leí hace poco en un libro que al referirse a una casa de un pequeño pueblo donde transcurría la historia la mencionaban como una “casa vivida” en la que se sentían las historias que en ella habían sido vividas. Es una forma muy acertada de definir las casas de pueblo en las que da la sensación que todavía se cocina a fuego lento y en las que se conversa al lado de la chimenea las largas tardes de invierno.
Nuestra casa de Urrea es de principios del siglo XX. En sus orígenes formó parte de otra casa hasta su división en dos. Durante muchos años perteneció a diferentes generaciones de la misma familia. Las historias vividas en su interior, aunque las desconozco, debieron de ser muchas. Fue restaurada por una pareja que llegaron a Urrea desde una lejana Rumanía y a través de ellos llegó a nuestras manos.
Cuando caminábamos por Urrea en nuestras primeras visitas, los vecinos nos preguntaban en que casa vivíamos o nos reconocían justamente por la casa en la que vivíamos. Viven en la casa de la Salomé... se decían unos a otros y a partir de allí recordaban historias relacionadas con la casa o con los cambios que se han ido produciendo en ella y en el pueblo.
Nosotros somos unos recién llegados a Urrea, el próximo diciembre hará dos años de la compra de nuestra casica, pero ella con todos sus años y con toda su historia nos ha ayudado  a sentirnos  parte de este pueblo que tan bien nos ha acogido. Es un placer para nosotros seguir llenando de vida esta casa y ampliando sus historias con la historia de nuestra familia y de nuestros visitantes.

viernes, 1 de febrero de 2013

Las cosas que mi hijo aprende en Urrea


Cuando salimos de la autopista y empezamos a recorrer los diferentes pueblos hasta llegar a Urrea mi hijo descubre un nuevo medio de transporte. Mira con asombro el lento avanzar de unos coches altos de grandes ruedas. Son los tractores.
Para él son todo un descubrimiento, para nosotros un cambio de paisaje, un cambio de ritmo, un cambio de vida. Estamos llegando al pueblo.
Mi hijo sigue buscando los tractores durante el viaje y se enfada cuando no hacen la misma ruta que nosotros. Sería feliz si una comitiva de tractores nos acompañara hasta la llegada a Urrea. La promesa de algunos días en los que los seguirá viendo en el pueblo calma su malhumor.
Hay muchas cosas que mi hijo no puede aprender y no puede conocer si su único entorno es el de una gran ciudad y por eso nuestras estadas en Urrea son parte de nuestro proyecto familiar y educativo para nuestro hijo.
Los vecinos de Urrea son grandes maestros para él enseñándole, entre otras, una gran lección que todos, niños y adultos tendríamos que aprender e integrar en nuestras vidas: la generosidad y el compartir.
En la vida rural no se le da importancia a que los vecinos te den parte de los productos que se recogen de la huerta. De la huerta urreana hemos probado sus tomates, sus pimientos, sus judías, sus berenjenas y calabacines, gracias a nuestros vecinos. Melocotones, granadas, huevos... también han pasado por nuestra mesa.  Son productos km0, slowfood o los tomates de la huerta de la hija del Sr.José. Estamos hablando de lo mismo pero desde la ciudad les ponemos nuevos nombres a lo que desde siempre se ha hecho en los entornos rurales para llamar la atención de todos aquellos que llenamos la nevera con los productos del supermercado de los cuales su procedencia nos resulta desconocida.
En nuestra última visita a Urrea a finales de diciembre nuestros queridos vecinos José y Joaquina nos decían apesumbrados que no nos podían ofrecer nada porque en esa época no se recogía nada en la huerta de sus hijas pero sí que nos ofrecieron unos riquísimos tomates secos fritos de los que habían secado al finalizar el verano. Adaptar nuestras vidas a lo que tenemos, sin forzar situaciones, haciendo uso de lo que un día recogimos y guardamos para épocas más baldías. Una forma de vida, una lección de vida a partir de la recolección de alimentos y de los períodos estacionales. Eso también lo aprende mi hijo, sin una clase magistral y sin un libro de texto, el Sr.José y la Sra Joaquina se lo enseñan con su ejemplo.